El día que llegó Kojiro, una estampida de
caballos de sal amenazaba la montaña. Desde la cima, un anciano estaba a punto
de saltar desde la vida hacia al abismo. Cerraba los ojos, mientras archivaba
en la memoria la imagen de su mujer, cuando escuchó un llanto agudo como una
espada. Nunca había estado más vivo que en ese momento, cuando contempló
atónito aquel bote abandonado en mitad del oleaje. En el centro del vaivén, un
bebé envuelto en mantas desafiaba a los dioses. No se lo pensó y saltó esta vez
desde la vida hacia a la vida, para adoptar a ese niño para siempre.
Kojiro resultó ser un bebe inquieto, que
lloraba más de la cuenta. Solo se callaba cuando su padrastro le dejaba tocar
la funda de la espada.
A los siete años, una mañana de abril,
aprovechando que su padrastro había ido a pescar, esquivó la prohibición de
coger la espada y desenfundó, perdiendo la noción del tiempo mientras bailaba
entre los árboles.
Cuando le sorprendió el anciano, le
arrebató la espada y le hizo un corte en el antebrazo, a sabiendas de que ese
niño iba a ser un samurái, quizás el más grande de todos los tiempos.
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