domingo, 21 de diciembre de 2014

Pancho.

El día que murió Pancho, fue un día como cualquier otro.
Nada extraordinario lo hizo diferente, pero nunca olvidaré ese día. 
Yo andaba concentrando toda mi energía en un amor a punto de romperse. Era un amor de cristal, bañado por dos soles y un charco de distancia. Llevábamos días discutiendo por teléfono, a sabiendas de que estando cerca, más de una de las barreras que dibujábamos, hubiese tenido solución.
Recuerdo perfectamente la imagen de mi perro sentado, como vencido entre las sillas del comedor y cómo mi hermano y mi madre fueron a ver qué le pasaba, mientras yo hablaba por teléfono. Los escuchaba de fondo hablar, preocuparse, pero no le di importancia. Toda mi energía estaba puesta en mantener el fuego con las manos. Pero oí que se lo llevaban al veterinario y salí por un momento de mi voz, para acercarme a él. Recuerdo la inquietante sensación al sentir su hocico frío, mientras le acaricié la última vez. 
Por su puesto no era consciente de que lo que le pasaba era grave, ni mucho menos que iba a ser la última vez que iba a verlo. 
Esa noche nítida, perdí a Pancho, y todavía no me he perdonado no haber estado a su lado ese día.

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