lunes, 1 de agosto de 2011

Belmarg "el amarillo"

El sol se filtraba
entre las ramas como manos.
De cada una pendía un fruto
de un color intenso.

Como si cada rayo
se demorara en pintarlos.

El limonero era mucho más que un árbol.

A su sombra acudía cada día el anciano.
Alrededor, un grupo de niños y no tan niños
escuchaban sus historias.

Era un público fiel y entregado.

Pero los días se fueron oscureciendo entre el silencio
y la  lluvia que no terminaba de caer.


Fue el primer día de año nuevo.

La taberna era un estallido de jarras chocando.
El pianista tocaba,
mientras un coro de muchachos entonaban
canciones por todos conocidas.

Silencio.

Se apagaron todas las velas,
el frío atacaba cada garganta,
mientras un quejido lastimero
asomaba por la puerta,
llenando la instancia.

A Armand el pelirrojo
se le aflojó la vejiga.


La casa más cercana a la taberna era la del herrero.
Que fiel a su costumbre,
había sido el primero en dormirse.

Su hijo,
un muchacho corpulento de 16 años,
imaginaba en su cuarto,
reviviendo las historias del viejo del árbol.


Algo le removía las tripas
y no le dejaba conciliar el sueño.
Salió, recibiendo la primera oleada de terror.


El cielo no existía,
el viento solo traía ecos de muerte,
gritos inhumanos procedentes de la taberna.


Cogió la espada,
pero una mano le detuvo.

"Ve al limonero, hijo"

Era el viejo.
Lo sabía por sus ojos azules
y la cicatriz de media luna en la mejilla izquierda.

No por su aspecto,
porque el hombre que estaba ante él,
tendría unos cuarenta años a lo sumo.

"Pero, quiero ayudar" dijo él.

"Morir hoy no es tu destino.
Rápido, no queda tiempo.
Ve al limonero"

Corrió como si no aguardase el mañana,
echando una última vista atrás,
quedándose con la imagen de aquel hombre
entrando en la taberna.


Exhausto llegó al árbol.

No podía creer lo que estaba viendo,
la corteza tenía un agujero negro en el centro
y el suelo era un cementerio de ramas.


Pero algo brillaba.
Apartó con una mano  un cúmulo de hojarasca,
mientras con la otra se frotaba los ojos.


Después la nada,
el silencio,
un hueco en la memoria.

Sólo el dolor del golpe,
como si hubiese caído de algún lugar remoto.

Alguien le levantó
entre un baile de colores.
Seis haces de luz
cuyo origen era ese hexágono.


Se miró la mano,
ni rastro del limón brillante.

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