martes, 9 de marzo de 2010

Magdalena.

Me la encontré en la calle.
Con el pecho abierto.
El corazón desierto.
Yo tenía un alma que apostar.
Al todo y al nada.
Del destino abierto de sus piernas.
De su ombligo de sangre.
De su recorridos de guerra.
Tan herido estaba de soledad.
Que después de rondar a la luna.
Y no hallar respuesta ninguna.
Abandoné mi alma a la calle.
Reuniendo un ejercito de gatos.
De ojos abiertos.
A la noche.
Sin hacer derroche de vida.
Aprendiendo los límites desde el fondo.
De una botella encinta de melancolía.

Me la encontré en la calle.
La miré y se detuvo.
Ofreciéndome su yugo.
De derrota diaria.
De pacto de cama.
De soledad de almohada.
Sin cariño.
Con su vientre inmenso.
Con su olor a incienso.

Me la encontré en la calle.
Y cogió mi mano de niño.
Rescatando mi alma de las fauces de la noche.
De los brillos mortales de los cristales.
Me acunó su pecho.
Me calentó su reflejo.
De mujer en actitud de entrega.
Mordió mi dolor.
Y bebió mi miedo.
Desato el placer.
De mi ser.
Condenando a mis penas.
A la caverna.

Me la encontré en la calle.
Vacío de alma.
Huérfano de brillo.
Me devolvió mi nombre.
Marco su huella.
En mi cabellera.
Y mientras su perfume quemaba.
Mis derrotas de la semana.
Susurró su nombre.
De mujer de ahora.
De mujer de siempre.
Se llamaba Magdalena.
Aquella sirena.
Que rescato mis huesos de la muerte.
Plantándole cara a mis serpientes.

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